Aquí va una opinión estrictamente personal. Debería salir sobrando decirlo, pero no está de más, dado un sino trágico con que cargamos cubanos y cubanas, por lo menos de 1959 o un poco después para acá. Cualquier cosa que hacemos o decimos se toma como un acto o una expresión “de Cuba”. No entran estas líneas a dilucidar las razones o sinrazones de tan impertinente desmesura. Solo desean dejar claro —y lo repiten— que aquí no se leerá otra cosa que una opinión personal, por lo que el autor la publica donde la dejará por su cuenta: en su muro de Facebook y en su artesa digital, su blog.

Parece haber causado estupor y sorpresa que Vladimir Putin le haya rendido homenaje a Boris Yeltsin con motivo de su aniversario 90. Tal vez para el estupor valga aceptar que hay fundamento, pero ¿también para la sorpresa? No lo parece, y no solo porque Putin haya sucedido a Yeltsin en la presidencia de Rusia.

¿No será más importante tener en cuenta que el elogio aludido se inscribe en la relación entre dos representantes del capitalismo, y no precisamente de un capitalismo de raíz y crecimiento orgánicos, sino de conversión? En ella le corresponde particularmente a Putin, quien aún vive —Yeltsin ya no cuenta—, el calificativo de tránsfuga en el sentido más ceñido posible a su significado: no en el de bandido con que aprendió a oírlo el autor de estas líneas en el entorno más bien rural de su infancia, sino en la primera acepción que la Real Academia Española le reconoce al término: “Persona que pasa de una ideología o una colectividad a otra”, o esta: “Militar que cambia de bando en tiempo de conflicto”.

Putin no se formó como político ni en la Universidad de Oxford ni en la de Columbia, sino en la KGB, que no se suponía hecha para preparar capitalistas, sino defensores, ¡y a qué nivel!, del socialismo. Ya se sabe, es cierto, qué caminos tomó aquel socialismo llamado real para que este calificativo pasara de sinónimo de verdadero a la equivalencia de monárquico. Pero la URSS representaba al socialismo, por más que se hubiera alejado de Lenin como se alejó, y a ese sistema respondía la KGB.

Si Putin pasó de oficial de la KGB a personero, ¡y con qué jerarquía!, del capitalismo, es calificable de tránsfuga con la mayor calma lingüística. Pero a los ojos de gran parte del mundo, parece capitalizar la herencia del prestigio de la Unión Soviética. Sobre todo entre quienes siguen rindiendo merecido tributo al poder revolucionario que constituyó el primer estado de obreros y campesinos en el mundo, y con más de veinticinco millones de soldados y de civiles muertos aseguró la derrota del nazismo, digan lo que digan los medios capitalistas, y anden por donde anden ahora no solo en Alemania los rebrotes fascistas.

En pueblos que cultivaron la hermandad con el soviético pueden con más razones acaso perdurar ideales e idealizaciones que muevan a confundir a la Rusia de hoy con la que —con o pese a herencias o presencias del colonialismo zarista que nadie mejor que Lenin intentó revertir— fue centro y guía de la URSS.

A eso, además, no puede dejar de añadirse el importante papel geopolítico que la actual Rusia cumple en los intentos de restablecer el relativo equilibrio mundial que existió gracias a la URSS y se quebró con la desintegración de esa potencia plurinacional y la debacle del campo socialista formado bajo su influjo. Mientras exista el imperialismo, ese equilibrio —o multilateralismo, en oposición a la hegemonía y al “pensamiento único” que la ideología imperialista trata de imponer— es vital para la humanidad.

Todo eso es digno de atención, y tiene peso. Pero parece que de ahí vienen ilusiones desmedidas en algunas maneras de valorar a la Rusia de hoy y a un político que, si por un lado parece carismático y en su propio país genera un culto a la personalidad que no se le vería tan bien si se le tributara a un líder interesado en representar al socialismo, por otro lado personifica tufos zaristas y rasgos de misoginia, homofobia y otras “bagatelas” que no se deben ignorar, por no decir que son escalofriantes.

En cualquier caso, y sin desconocer nada de lo real o supuestamente positivo que aquí se haya dicho o pudiera decirse del actual gobernante ruso, no es aconsejable perder la perspectiva hasta desbarrancarse por caminos del engaño, que son tortuosos aunque el engaño sea involuntario.

Lo esencial estaría en el sistema representado por Yeltsin y por Putin, aun cuando este no hubiera elogiado como lo ha hecho al primero, en quien hasta histriónica y físicamente se pudiera ver algo de prefiguración eslava, y pasada por vodka, de Donald Trump. Y eso que las presentes líneas no se detienen en los vínculos ciertos o inventados que se dice que existieron entre la KGB y quien hasta hace unos días fue presidente de los Estados Unidos. El tema no es cualquier cosa, pero tampoco vale confiar en todo cuanto digan medios que medran a base de mentiras.

Por lo pronto, de lo que hay duda: no es sensato confundir al viejo campo socialista, “y especialmente a la Unión Soviética”, con la Rusia actual, ni pensar que da lo mismo ser hijo de Lenin que ser hijo de Putin.

Luis Toledo Sande