Fragmentos de Cesto de llamas. Biografía de José Martí

Facsímil de primer folio del Manifiesto de Montecristi.

En el Manifiesto de Montecristi, fechado 25 de marzo de 1895, a un mes de iniciada la contienda en que habría de morir, José Martí escribió: «La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra». No estamos solo ante una definición del proceso histórico seguido por Cuba, sino también ante claves esenciales para entender en particular el camino de Martí, cuyos primeros quince años de vida coincidieron con los últimos de la etapa de forja que antecedió al 10 de octubre de 1868.

En esa fecha Carlos Manuel de Céspedes, quien pasaría a la historia con el merecido apelativo de Padre de la Patria, dio en el ingenio azucarero de su propiedad —Demajagua, situado en las inmediaciones de la actual ciudad de Manzanillo— el Grito de Independencia, y —según Martí— fue aún más grande cuan­do en esa misma ocasión otorgó la libertad a quienes habían sido sus esclavos y los llamó, como a hermanos, a la lucha contra el coloniaje español.

[…] Martí no se sentía heredero únicamente de esa gesta, sino también de su «preparación gloriosa y cruenta», y quiso hacerlo saber desde el inicio del Manifiesto, que escribió cuando ya era el guía político más eminente de su pueblo. En esa preparación vivió su infancia y en especial su adolescencia, marcada por un brusco tránsito a la madurez. Creció en medio del fervor y los valores cultivados para la patria —de distintos modos y desde diferentes perspectivas— por maestros, conspiradores y poetas, que a menudo se daban en una misma persona, y en la estela dejada por el proceso de independencia continental, del que pa­sarían a su obra como símbolos guiadores sus «Tres héroes» de La Edad de Oro: Simón Bolívar, Miguel Hidalgo y José de San Martín, entre otros pilares de lo que para él fue nuestra Amé­rica.

Para la formación de Martí todo ello se encauzó por las complejas exigencias na­cionales y planetarias que marcaron su rumbo en la segunda mi­tad del siglo XIX. Desde esa época —afincado en el núcleo antillano de su origen y de sus propósitos— abrió para nuestros pueblos los reclamos del siglo XX, y de un futuro que apenas comienza.

Al final de su vida, el sabio argentino Ezequiel Martínez Es­trada se deslumbró —es una manera de decir que se alumbró aún más— con él. Lo consideró «el Hombre por antonomasia», y, desde una poesía afincada en la terrenalidad de la pampa, lo llamó «figura numinosa», «un dios en el destierro, un peregrino en tierra de herejes», aparte de compararlo con «una fuerza so­cial que representa la omnipotencia incontrastable de una divi­nidad».

Si alguien creyera que tales juicios son mera expresión de un respetuoso delirio —que ya sería altamente significativo, por venir de quien vino—, cabría recordarle palabras —ideas— sostenidas unos cuarenta años antes, en 1926, por el joven pelea­dor Julio Antonio Mella. Este beligerante materialista confesó que, al hablar de Martí, sentía «la misma emoción, el mismo temor que se siente ante las cosas sobrenaturales».

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En territorio de la República Dominicana y de Haití se mantu­vieron [Martí, Máximo Gómez y sus acompañantes] bajo vigilancia de espías pagados por el Gobierno es­pañol. Desde la llegada a Montecristi los patriotas recorrieron varios puntos y se reunieron con diferentes personas. Hasta lograron —Gómez por medio— algún auxilio del presidente dominicano, Ulises Heureaux. Uno de los sitios visitados fue Santiago de los Caballeros, donde los jóvenes los agasajaron: le ofrecieron una fiesta a Martí. El 24 de febrero, mientras se hallaban nuevamente en Montecristi, se produjo el levanta­miento en varias localidades cubanas, aunque —por diversas razones— no en todas las previstas. Conocieron del inicio de la guerra dos días más tarde, y la noticia sería un estímulo para acelerar el traslado del grupo a Cuba.

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[…] El 25 de marzo terminó Martí de escribir y firmó con Gómez el documento que hizo publicar de inmediato, y que él tituló El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, pero se conoce con la denominación de Manifiesto de Montecristi. Los manuscritos muestran numerosos apuntes, dos borradores y minuciosas correcciones en estos últimos. Fue obra de sumo cuidado en medio de la prisa: se trataba nada menos que del primer programa público de la guerra, y ratificaba en ese plano ideas como las que su autor había expresado en el discurso «Con todos, y para el bien de todos».

En Montecristi, posiblemente por iniciativa de Gómez ante el deterioro de la indumentaria de Martí, se le hizo a este el últi­mo traje que estrenó: tal vez el mismo que usaba cuando murió en combate. Estuvo a cargo del sastre dominicano Ramón Anto­nio Almonte, quien conservó las mediciones que han ayudado a calcular la estatura y el peso de Martí entonces: unos 168 cm y 64 kg aproximadamente. El 1 de marzo, desde Dajabón, le había escrito a Gómez refiriéndose a su hijo Francisco: «A Pancho, sujetándome el corazón, se lo devuelvo: allá estará a su lado en estos días, y allá puede tener más quehacer en este instante.—Lo que no le devuelvo es su capa, que llevo a que me ampare,— más que a librarme de la lluvia:—ni unos pantalones muy cari­ñosos y ya amados».

Iba «contento y esperanzado», falto de ropa y hambriento de afecto, pero rico de grandeza y de entrega a la obra en que echaba su suerte «Con los pobres de la tierra», como uno de ellos. Ese fue el ser humano que el 25 de marzo, en Montecristi, escribió varias cartas de despedida en el umbral de la guerra. Una de ellas la dirigió a la madre, y evidenció, junto con el ca­riño, la persistencia de los comprensibles reclamos que le hacía doña Leonor a un hijo hecho para tener como madres mayores a la patria y a la humanidad toda:

«Madre mía:

Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Vd. Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por que nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no pue­do. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.

Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alre­dedor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Vd. con mimo y con orgullo. Ahora, bendí­game, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Su

  1. Martí

25 marzo 1895

Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginar. No son inútiles la ver­dad y la ternura. No padezca.—»

En otra de las cartas de esa fecha, la destinada al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, insistió en una idea que había expresado desde antes, de modo particularmente claro en «El tercer año del Partido Revolucionario Cubano», artículo aparecido con el significativo subtítulo de «El alma de la Revo­lución, y el deber de Cuba en América» en el Patria del 17 de abril de 1894. Esa idea expresa una de las preocupaciones que reco­rren el Manifiesto de Montecristi: la necesidad de una guerra ordenada que no diera pretexto para la intervención de los Esta­dos Unidos, y que, con la emancipación de Cuba, fuese obra de alcance universal.

Al amigo dominicano le advirtió: «Las Antillas libres salva­rán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo». Graves eran los peligros, y ningún capri­cho o falsa apreciación, viniera de quien viniese, lo sacaría de su resolución de estar presente en la contienda: «Yo evoqué la gue­rra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar». La agonía íntima —inseparable en él de la histórica y colectiva— sería en todo caso un acicate: «Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles,—y yo, a rastras, con mi corazón roto».

Luis Toledo Sande