Foto de Roberto Chile incluida en su exposición Fidel es Fidel.

De la exposición Fidel es Fidel, de Roberto Chile.

En uno de los recesos del Primer Congreso Internacional sobre Dante Alighieri en Latinoamérica, celebrado en Salta entre el 4 y el 8 de octubre de 2004, y en el cual ambos participábamos, durante un paseo por aquella ciudad argentina una colega mexicana seria, competente, de fe católica y talante refinado me dijo desde la naturalidad propia de la convicción: “El mundo se quedará sin saber lo que habría sido Cuba con Fidel Castro y sin el bloqueo de los Estados Unidos”. Esas palabras bastarían para definir la relevancia del guía revolucionario, el papel que una personalidad determinada puede tener en la historia, y volvieron con fuerza a mi recuerdo —donde perduran— mientras escribía los textos que siguen. El segundo se reprodujo antes en esta artesa. Los dos, cuyo origen se explicita en el segundo de ellos, los ratifico en la cercanía del cumpleaños 90 del Comandante.

 

1. El escuchador

No habrían pasado muchos años desde los sucesos del 26 de julio de 1953, fecha en la que yo estaba por cumplir tres, cuando por vez primera llegó a mis oídos el nombre del guía entonces en crecimiento —y probablemente en el exilio— de la Revolución Cubana. Una mañana, en el camino de la casa de mis abuelos maternos a la nuestra, mi madre y una hermana suya hablaban acerca del aprieto en que, no recuerdo si un miembro o un vecino de nuestra familia, se había visto la noche anterior por haberle dado un viva a alguien cuyo nombre hasta entonces yo desconocía.

En ese momento interrumpí en voz alta, con infantil desprevención, la charla que mi tía y mi madre mantenían quedamente, avivando de modo involuntario mi curiosidad: “¿Quién es Fidel Castro?”, pregunté, y ambas dieron señales de susto. Íbamos por la calle que en mi natal Velasco pasa por donde estaba el cuartel del ejército, y ya nos aproximábamos a él. “Cállate, niño”, fue más o menos lo que me dijeron, y en voz aún más baja que la empleada hasta entonces —pero con palabras cuyo sentido mi memoria guarda por el temor con que fueron pronunciadas— añadieron que Fidel Castro era un hombre que se había rebelado contra la tiranía.

A partir de entonces serían incontables las ocasiones en que oí hablar de Fidel, a menudo —ya en los años de la guerra— por las trasmisiones de Radio Rebelde, hechas desde la Sierra Maestra y que en mi casa, como en tantas otras del país, seguíamos a escondidas, por el peligro que ello significaba. Lo que en aquellos momentos no imaginaba era que alguna vez conversaría, aunque fuera brevemente, con aquel luchador cuyo nombre era peligroso pronunciar.

Una noche de diciembre de 1982 tuve la primera oportunidad de hacerlo. Fui invitado a un encuentro en el Palacio de la Revolución, al cual asistiría, junto a figuras de gran relieve en la cultura del país, un nutrido grupo de entonces jóvenes profesionales de las letras y las artes. Y allí estaba Fidel, acompañado por Gabriel García Márquez, con quien —para compartir sus impresiones con los presentes— hablaba entusiasmado acerca de la visita que poco antes Graham Greene había hecho a La Habana.

Con su conocida tendencia a interesarse concentradamente en determinados temas, Fidel rememoraba una y otra vez la anécdota que le había contado el escritor inglés. No poca impresión había causado en el dirigente revolucionario haberle oído relatar que, en su juventud, tanto se había enamorado de una muchacha que, al sentirse rechazado por ella, creyó que la vida carecía de sentido para él y jugó seis veces seguidas a la ruleta rusa. Se diría, pues, que matemáticamente agotó las probabilidades de seguir vivo.

La anécdota había conmovido al fogueado luchador a tal punto que la retomaba desde distintos ángulos y con diversos comentarios de admiración. A mí, entonces movido por la indiscreción juvenil, que no parece reeditarse en un grado similar sino en la ancianidad, y animado por una vocación que no me abandona —la del juego de palabras que mueva ideas—, por un momento me guio el subconsciente, y le dije: “Comandante, ¿usted no ha reparado en que Graham Greene estaba tan enamorado que jugó seis veces a matarse con una bala, pero no tanto como para intentarlo una sola vez con seis?”

Se hizo un silencio quizás breve, pero macizo. A mí mismo me asaltó una duda que seguramente otros compartieron: “¿Habré sido impertinente?”, pensé. Aunque me tranquilizara mi preferencia por ser inoportuno antes que depender demasiado de la oportunidad, no me sustraía a la preocupación de que aquella manera de interrumpir a un héroe vivo y legendario que a todos nos tenía allí —y no sólo allí— literalmente hechizados, pudiera recibirse al menos como una frescura de mal tono.

Todo tomó un rumbo más claro cuando él, como desde una rápida pero meditada reconsideración del asunto, me miró y me dijo algo que no alcanzo a recordar palabra a palabra, pero podría reproducir más o menos así: “Chico, yo no había pensado en eso”. Hasta me pareció que incluía el sabor de alguna interjección familiar, aunque ciertamente no creo que allí la dijera. Sí sentí que los rostros de los presentes cambiaban, y para mi interior el ambiente se distendió de modo grato, y agradecible. En cualquier caso, en lo que restó de noche no oí más al Comandante hablar del escritor británico.

Lo que en ese instante no supuse fue que mi diálogo con Fidel no terminaría allí. Pasado un rato, me aparté del grupo y fui en busca de un coctel de ostiones. Mientras esperaba que me lo sirvieran, sentí que sobre uno de mis hombros se posaba una mano de gran peso. Levanté la cabeza y vi que era Fidel. A lo que atiné fue a hablarle de mi gusto por aquel molusco, y a comentarle que se estaba remozando la ostionera de Infanta y San Lázaro, célebre porque se cuenta que él la frecuentaba en sus años universitarios. Y él entró en el diálogo de una manera tan natural que me trasmitió una sensación de paz y de confianza difícil de explicar.

Al mes siguiente, enero, en el Centro de Estudios Martianos —donde yo trabajaba entonces— se llevaría a cabo un Simposio Internacional sobre José Martí para rendirle homenaje en el aniversario ciento treinta de su nacimiento. Se lo comenté a Fidel, además de pedirle que visitara el foro. Y en todo ponía él la atención que lo caracteriza. También surgió el tema, todavía reciente en aquella fecha, del traslado del Centro para la casa que hoy sigue ocupando, la misma donde el hijo de Martí vivió sus últimos años.

Eso puso en tensión la conocida voracidad cognoscitiva de Fidel, quien de inmediato empezó a hacerme preguntas —en especial, acerca del hijo de Martí— y, además, llamó al expresidente colombiano Adolfo López Michelsen, presente en el encuentro, para que escuchara aquello que él, con una modestia que hizo aún más placentero el ambiente para la charla, calificó de tan interesante. No sé cuánto habrá durado la conversación, porque mi inesperado interlocutor lograba que el tiempo tuviera otro tipo de magnitud, y no precisamente porque propiciara distensión, sino una fértil intensidad.

Luego algunos de mis colegas me comentaban sobre la ecuanimidad con que me había sido posible mantener el diálogo. Realmente, Fidel apenas intercalaba breves preguntas, matizadas con su sabiduría, y con algo como de “escolar sencillo”. Pero todo lo hacía con un poder de hurgamiento que me hizo pensar en los aprietos que, si no la tienen, pasan las personas encargadas de dominar determinada información que él pida, como suele hacer.

Sí, me acompañó la suerte de que me preguntara sobre cosas que yo no ignoraba, pero tuve, sobre todo, la sensación y tengo aún hoy la seguridad de que la paz en aquel diálogo no estaba tanto en mí, sino que partía de la confianza que mi interlocutor me daba. Aunque acaso él buscó la conversación en pos de saber quién era el inoportuno —el atrevido, podría pensarse incluso— que le había “estropeado” su recuerdo de Graham Greene.

Al margen de cualquier satisfacción personal, aquella vivencia me ratificó la convicción de que la enorme importancia de cuanto haya dicho y diga Fidel, la perdurabilidad de su prédica de misionero inagotable, se deberá, sobre todo, a su capacidad para escuchar: desde la palabra de un joven —en otros casos ha sido la de niños— que le diga algo de interés para su insaciable afán de aprendizaje, hasta los mensajes profundos, y difíciles de descifrar, del subsuelo histórico y las lejanías del porvenir.

De ahí viene la vitalidad de sus actos y de sus ideas, que se proyecta hacia el futuro y no podrán deshuesar, por más que lo intenten a dentelladas y se confabulen para ello, ni el imperio ni quienes se pliegan a los designios imperiales. La clave de tal vitalidad radica en la pasión al asumir —pasada por su pensamiento y por su lenguaje propios— la guía que heredó del mayor Maestro suyo y de todos nosotros. Dicha guía está plasmada en la carta que ese Maestro, José Martí, dirigió el 15 de diciembre de 1893 a otro formidable luchador, Antonio Maceo: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz, […] trabajo para poner en vías de felicidad a los hombres que hoy viven sin ella”.

 

2. El asedio de la gloria

Junto a Fidel, de derecha a izquierda, Carlos Ruiz de la Tejera, el autor del texto, José Luis Moreno del Toro y Pablo Armando Fernández. Foto: Cortesía del Consejo de Estado.

Junto a Fidel, de derecha a izquierda, Carlos Ruiz de la Tejera, el autor del texto, José Luis Moreno del Toro y Pablo Armando Fernández.
Foto: Cortesía del Consejo de Estado.

Decir que alguien es asediado por la gloria no constituye exactamente un elogio, sino más bien el reconocimiento de que esa persona tiene un peso enorme sobre sus hombros. Si la carga es la misión de encaminar los destinos de un pueblo, implica una responsabilidad de signo todavía mayor. Eso, de la segunda mitad del siglo XX para acá, a pocos seres humanos cabría aplicarlo con tanta propiedad como a Fidel Castro, quien desde sus años juveniles en la Universidad de La Habana emprendió cada vez más resueltamente un camino sin retorno en su voluntad de transformar a Cuba.

Para apreciar esa trayectoria bastaría mencionar fechas y acontecimientos como los del 26 de julio de 1953, la travesía y el desembarco del yate Granma, la lucha en la Sierra Maestra y las décadas de actividad como líder de la Revolución que revirtió una larga historia de frustraciones, sufridas por quienes se habían esforzado heroicamente para alcanzar la independencia y abrirle el camino a la justicia social en suelo cubano. Tener una idea de lo que esa Revolución ha representado no exige, ni sería sensato hacerlo, suponerla perfecta: es suficiente contrastar, por un lado, su tenaz permanencia y el apoyo solidario que ha encontrado en los pueblos del mundo y, por otro, la sañuda, cruenta hostilidad que ha mantenido y mantiene contra ella la más poderosa y voraz nación imperialista, ante la cual tantos lacayos, poderosos incluso, doblan la cerviz como cómplices en sus crímenes. En esa hostilidad figuran numerosos intentos de asesinar al indomeñable revolucionario.

La trascendencia de ese guía es reconocida —de modos diferentes, pero rotundos— por amigos y adversarios. Una marcha como la suya no podría mantenerse sin la autoconciencia de quien sabe que cumple una misión extraordinaria pero no se complace con lo hecho. No es casual la forma como, para hacerlo citable con la agilidad de lo aforístico y la eficacia de las máximas de índole moral, él mismo ha condensado un concepto de José Martí, en quien reconoció al autor intelectual de la lucha iniciada en 1953. Se trata de una idea que Martí, quien la refrendó como norma de su vida, le expresó al general Antonio Maceo.

El 15 de diciembre de 1893, desde Cayo Hueso, el fundador del Partido Revolucionario Cubano, para entonces en la etapa decisiva, y por ello más compleja, de preparación de la guerra necesaria, le escribió al héroe de Baraguá y de tantos otros hechos grandiosos: “Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”. Cuesta resistirse a la tentación de extenderse en la cita del texto original, pero lo reproducido basta para conocer el origen de una convicción —profundamente martiana por su procedencia, y más aún por el espíritu y los valores concentrados en ella— que ha recorrido el planeta en palabras de Fidel: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.

Sería absurdo suponer menosprecio de la gloria digna por parte del dirigente político que, al valorar la heroica resistencia de sus compatriotas ante las dificultades y frente al enemigo que se ha encargado de agravarlas, sostuvo en su discurso del 1 de mayo de 1980 en la Plaza de la Revolución José Martí: “Sin demagogia, sin propósito de halagar, sino como expresión del más profundo, sincero y emocionado espíritu de justicia, me atrevo a decir que un pueblo como este merece un lugar en la historia, un lugar en la gloria. ¡Que un pueblo como este merece la victoria!”.

En su condensación del juicio martiano citado, el concepto de gloria debe verse en la equivalencia que a veces se le atribuye con fama, vocablo utilizado por el Maestro para definir lo que cabe en un grano de maíz. Desde una perspectiva similar se debe apreciar también lo que el propio Fidel ha sostenido en distintas ocasiones, como el 24 de febrero de 2013, al intervenir en la sesión constitutiva de la VIII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular: “No luchamos por gloria ni honores; luchamos por ideas que consideramos justas”.

Esas ideas han sido medulares en la voluntad de trabajar por el bienestar colectivo. Tal ha sido su obra, y el líder no la ha hecho desde un gabinete o en una sala de laboratorio, sino al calor de su intensa actividad, asumida como el máximo dirigente de la acción: como un misionero, pudiera decirse. Ha sido el estadista afanado en asegurar el bienestar del pueblo, no precisamente un científico dedicado a comprobar datos de la agricultura, de la ganadería, de la genética en una y en otra, digamos, sin menospreciar —sería torpe hacerlo— la vital importancia de las ciencias y el quehacer investigativo.

Con la misma actitud asumió lo expresado por Martí a Maceo, y no lo hizo con puntillismo textual o desde la memoria del erudito, aunque también lo es él: dio salida a una doctrina abrazada en lo más hondo, lo cual mueve a recordar que de corazón expresa en otros idiomas lo que en español significa de memoria. En esto viene al caso un pasaje de La historia me absolverá, su alegato dicho y escrito sin que se le permitiera el acceso a las obras de Martí: “traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos”.

Las circunstancias en que se originó ese texto autorizan a recordar especialmente uno de los juicios sustentados por Martí en su discurso del 10 de octubre de 1890, enalteciendo, por contraste con los descreídos, a los cubanos que, a pesar de los reveses cargados hasta entonces, estaban prestos a levantarse resueltamente como soldados de la patria cuando llegara el momento de la insurrección:Lo que ha de asombrar a los descreídos, si saben algo de las flaquezas humanas, y lo que han de tomar como anuncio y lección, es que, en esta época sin gloria y sin triunfo, nos queden tantos como nos quedan”.

La razón —dijo Martí cimentando la fértil utopía revolucionaria— estaba y está en que “el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ese es el verdadero hombre, el único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales, y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber. Y si falla, es que el deber no se entendió con toda pureza, sino con la liga de las pasiones menores, o no se ejercitó con desinterés y eficacia”.

Para abrazar como brújula esa convicción de Martí no hay que ignorar la importancia del sentido práctico, que en la vida, y especialmente en la política, es tan necesario como la capacidad de soñar. Tampoco es cuestión de avalar voluntarismos tozudos, aunque ¿habrá revolución verdadera que pueda acometerse sin un grado extraordinario de voluntad? Martí alecciona siempre, y aún más cuando en el mundo asoma la oreja peluda del pragmatismo, si es que no también sus garras feroces y su frío raciocinio. La herencia viva del autor intelectual de la Revolución ha latido en el centro de los actos y las ideas del líder llamado a darle continuidad al empeño de aquel a quien él mismo llamó “el más genial y el más universal de los políticos cubanos” y “guía eterno de nuestro pueblo”.

Erguido en la vocación de lealtad a las enseñanzas de Martí, Fidel hizo de su vida un acto de entrega a las realizaciones revolucionarias y, como parte de ellas, a sueños que son o merecen ser ley. En 2006, cuando sufrió un golpe de salud que pudo ser mortal, y que suscitó el dolor de millones de personas honradas en el mundo, y la euforia frustrada de una mafia innombrable, recibí de Cubarte la invitación a escribir un artículo acerca del líder. Ese fue el origen de “Fidel Castro, el escuchador”, texto basado en un recuerdo personal. Ahora, cuando se me hace con motivo del cumpleaños 87 del Comandante en Jefe una invitación similar, de nuevo acudo a la memoria para tratar sobre el indetenible forjador y defensor de ideales.

El domingo 17 de agosto de 2003 numerosos escritores y artistas fuimos convocados a recibir en la pista del Aeropuerto José Martí el avión a bordo del cual, tras haber participado en la toma de posesión presidencial de Nicanor Duarte Frutos, regresó de Asunción, Paraguay, el dirigente de Cuba, con un invitado de lujo: el más grande narrador de aquel país sudamericano, Augusto Roa Bastos. Desde la escalerilla, Fidel llamó al entonces presidente del Instituto Cubano del Libro, Iroel Sánchez, y puso en sus manos sendos ejemplares de dos libros del escritor visitante, tras lo cual indicó que ambos debían reimprimirse para presentarlos, en edición cubana, el jueves siguiente. Así se hizo lo que en cualquier contexto, no solo en las condiciones del país, podía tomarse como una utopía.

En el salón de protocolo del Aeropuerto el estadista conversó con Roa Bastos, y al editor acompañante de este le dio ideas sobre cómo publicar su obra, y otros libros. Pensaba en la campaña de alfabetización que, con la experiencia cubana, se libraba en varios países, no solo de nuestra América, y para cuyos beneficiados sería necesario tener en cuenta incluso el puntaje de la tipografía empleada. Más que apasionarlo, el tema hacía soñar a Fidel, y era propicio para recordar las videoclases que a la sazón se estaban editando en Cuba como apoyo a la docencia, y en cuya circulación internacional se llegó a pensar. Según noticias, el líder habló sobre la alfabetización con el escritor paraguayo cada noche del ingreso de este en el Centro de Investigaciones Médico-Quirúrgicas, donde se le atendió integralmente, no solo el esguince de tobillo que sufrió en el vuelo a La Habana.

No recuerdo que hubiera alguien grabando el encuentro del salón de protocolo del Aeropuerto, pero su grabación sería un material de estudio sobre la tenacidad humana. Al final de la charla, el jefe de la Revolución no salió por el pasillo previsible: cruzó por donde estábamos varios colegas, con quienes se detuvo a conversar, hecho del cual recibí poco después una foto, como supongo que también los demás participantes. No olvido la convicción con que, iluminados sus ojos y con voz en la cual vibraba toda la convicción del mundo, habló sobre el valor de las videoclases.

Tengo impresas sus palabras, de principio a fin, en mi memoria, pero no intento citarlas textualmente: las parafraseo, porque no fueron dichas para ser divulgadas. El líder habló con cálida soltura confidencial, como en una charla entre amigos, premio para quienes lo escuchábamos. Dijo que nuestros enemigos se tendrían que resignar, porque no podrían detenernos. Ellos fabricaban (fabrican) automóviles suntuarios, añadió, y Cuba producía videoclases, útiles para la formación de quién sabe cuántas personas en el planeta.

Al tiempo que le interesaba la alfabetización, y en general el desarrollo cultural de Cuba y de la humanidad toda, se desvivía en la búsqueda de caminos para resolver los problemas económicos del país. Los pragmáticos hallarán razones y dirán que para 2003 el sistema de videocasetes que entonces usábamos estaba llamado a ceder su paso a los modos actuales, y que sería muy difícil colocar masivamente videoclases cubanas en otros países, que tienen sus propios planes docentes, a menudo en manos de instituciones privadas.

Voceros de la modernomanía dirán que lo necesario era estar a la caza de nuevos recursos tecnológicos, y, en efecto, la tecnología es una gran conquista de la humanidad. Pero no sabemos que pragmáticos, economicistas y modernómanos hayan hecho, en alguna comarca de la tierra, una revolución como la que triunfó en Cuba en 1959 y hoy se empeña en perfeccionar su economía y construir un socialismo sustentable. Para ello se ha planteado alcanzar una eficiencia productiva que será plenamente válida, y eficiencia de veras, si sirve para salvar los logros y los principios justicieros puestos en práctica por la Revolución.

Fidel sigue activo, y acertará quien afirme que en el laboratorio donde hace poco el presidente uruguayo José Mujica testimonió haberse encontrado con él, tiene en mente no solo graves problemas de la humanidad, la patria mayor, sino el deber de asegurar para Cuba la permanencia de los valores revolucionarios, y también —buscando con ahínco el difícil logro de alimentar a los animales necesarios para ello— la comida del pueblo. Más allá de los datos concretos que, aparte de ser útiles, necesarios, embriagan a los pragmáticos, y que él ha empleado en función de grandes ideas, el líder sobresale entre quienes han “puesto los ojos en las entrañas universales, y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos”, y “sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber”.

Aunque él no lo quisiera, o no lo quiera, le ocurre lo que a pocos: es un ser humano asediado por la gloria. Dar continuidad a su obra, como a la de Martí, requiere actuar con pureza, sin liga de pasiones menores, ejercitando a la vez el desprendimiento y la eficacia.

Luis Toledo Sande

 

Sobre los textos: “Fidel Castro, el escuchador” y “Fidel Castro: el asedio de la gloria” se publicaron originalmente en la sección “Letra con Filo” de Cubarte. El Portal de la Cultura Cubana, el 1 de diciembre de 2006 y el 13 de agosto de 2013, respectivamente; el segundo, con la foto a la cual se alude en el texto.