Por cifra, abarcamiento y profundidad la obra de Cintio Vitier seguirá mereciendo múltiples abordajes. Signada por la poesía, incluye, junto a su propia cosecha lírica, valoraciones sobre numerosos asuntos de la cultura nacional y varios textos narrativos. Publicaciones y lauros hablan de las dimensiones y la jerarquía de su legado. Sus iluminaciones sobre Martí, que serán rozadas con toques testimoniales en las presentes notas, bastarían para asegurarle un lugar prominente en lo más destacado de la historia intelectual cubana, y más allá de ella. Son numerosos ensayos, especialmente las colecciones de Temas martianos que publicó solo o en colaboración con Fina García Marruz, y Vida y obra del Apóstol José Martí, volumen de síntesis situado en el camino de estudios integrales acerca de nuestro héroe, entre los que sobresale el debido a Medardo Vitier, padre del autor a quien hoy rendimos tributo.

Tuve el honroso regocijo de estar durante más de una década cerca de Vitier, y de Fina García Marruz —la unión entre ellos imposibilita pensarlos por separado, pero hoy toca hablar del que no está físicamente entre nosotros—, en el grupo fundador del Centro de Estudios Martianos, inaugurado en 1977. Allí se creó una amistad que perdurará entre mis alegrías, y que se basó en la cordialidad siempre, y no pocas veces incluyó la risa, que tal vez aflore o subyazca en algún momento de estos apuntes, y de su lectura, sin mengua de la respetuosa seriedad reclamada por las circunstancias y por el ser humano a quien estamos recordando.

El Centro nació adscrito al Ministerio de Cultura, y este, encabezado por Armando Hart Dávalos, se constituyó un año antes con una misión principal entre las varias que acometió con acierto: rectificar errores en la política cultural del país y sanear el ambiente generado por esos errores, que no desaparecerían de la noche a la mañana. No hay que estancarse en el inventario de desaciertos que la nación ha revertido con honradez y logros palmarios, de lo cual es prueba el homenaje que se tributa a Vitier. Pero no estará de más recordar hechos y criterios que antes de fundarse el Ministerio de Cultura hacían impensable un encuentro como el que hoy, para bien de la patria, se lleva a cabo como la cosa más natural del mundo. Recordarlos puede servir no solo para que no se repitan —o para mantener a raya posibles ideas afines a ellos—, sino para aquilatar la lección que emana de la actitud con que Vitier supo enfrentarlos.

La celebración, este año, del medio siglo de Palabras a los intelectuales, discurso que el líder de la Revolución Cubana pronunció el 30 de junio de 1961, fue un estímulo para distintas valoraciones de ese texto, que no merecía ni merece distorsiones, aunque a veces haya sido más citado, incluso mal, que bien leído, comprendido y aplicado. Pero no será ocioso mantener conscientemente el propósito de impedir que reverdezcan ciertos peligros: uno, el de los desvíos dañinos causados por las ineludibles interpretaciones personales en la obra de unidad, justicia y emancipación que defendemos; otro, el de extremismos nocivos que, por parecer lo más revolucionario, prosperen en la práctica.

Sin la atinada prevención de tales peligros, y otros, no estará bien defendida esa obra, que debemos librar de los bandazos. Dada la imposibilidad, o impertinencia, de abundar en datos y criterios sobre estos temas, apunto de pasada que los he tratado en “Cultura, péndulos y cruces”, artículo que acaba de aparecer en Cubarte; y —lo relativo en particular a Palabras a los intelectuales— en “Quince notas sencillas” publicadas en Bohemia y reproducidas en otros órganos, también Cubarte entre ellos.

Es importante, en todo caso, que la búsqueda del acierto se base en un acto de plena anagnórisis, de profunda y honrada autocrítica. Esa brújula debe acompañarnos en el proceso de reordenación dirigida a mejorar el funcionamiento del país y su vida espiritual, lo que no podrá hacerse con seres perfectos venidos de otro planeta, sino con los mismos que permanezcan fieles al afán de seguir siendo útiles en un proyecto de la mayor complejidad. A veces, junto a la permanencia de los frutos de ciertas aberraciones —como el criticado severamente en fecha cercana por el general de ejército Raúl Castro—, parece operar una cierta tendencia a la desmemoria, que sería buena como acto de renacimiento y oxigenación, no como limbo propiciatorio para que vuelvan errores ya subsanados, o aparezcan otros.

Hace poco un colega arremetía contra lo que fue o se llamó o se entendió que era el ateísmo científico, y alguien le preguntó cómo valoraba, a la luz de esa arremetida, la conferencia que junto a otros especialistas había impartido en aulas universitarias acerca de ese tema allá por 1972 o 1973. Para sorpresa de los contertulios, entre quienes había testigos de aquella conferencia, negó haberla dictado, y lo más impresionante fue la convicción con que respondió.

Pudiera ocurrir que, junto con el justo orgullo de haber defendido a la Revolución en circunstancias difíciles, se mantenga una especie de venda que impida discernir entre la dignidad de esa defensa y los errores cometidos en ella, como suele ocurrir en las obras humanas. Con esa venda, acabará sosteniéndose que todo estuvo siempre bien hecho, y, si hubo errores, sería culpa de fantasmas que, a despecho del ateísmo y la ciencia, causaron estragos, o de personas que ya no están en este país —como a veces ocurre, y es significativo— o en este mundo.

Recordemos un célebre alejandrino de Pablo Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Pero también es cierto que, si podemos no ser los mismos se debe, en primer lugar, a que seguimos siendo y no debemos tornarnos ciegos, ni autonegación vergonzante, sino empeñarnos en ser mejores. No se habla aquí, naturalmente, de aquellos para quienes los errores —los reales y los inventados— han sido pretexto para abandonar o traicionar una obra en que nos va la vida.

¿Se habrán alejado mucho del tema estas notas? Tal vez no. Si el autor puede recordar con alegría de la amistad que la vida le regaló disfrutar con Vitier desde que se fundó el Centro de Estudios Martianos, fue porque no cayó en la trampa que le tendió cierto “apasionado defensor” —quizás hasta quería serlo de veras— de la Revolución y la práctica de su política cultural antes de 1976, en lo que se ha llamado “quinquenio gris”. Se sabe que ese es un concepto urgido de estudio a fondo en tamaño y en color, pero recordar el sintagma, que acuñó el serio Ambrosio Fornet, facilita por lo menos la narración de ciertos hechos, y puede animar la voluntad de impedir que lo indeseable se repita.

Me hallaba preparando el trabajo titulado “Anticlericalismo, religiosidad y práctica en José Martí”, y el apasionado a quien antes aludí me recomendó aprovechar la oportunidad y señalar diferencias entre las ideas religiosas de Vitier y las de Fina, para, de paso, sembrar división entre ellos y apoyar —según él entendía o decía entender— a la Revolución. “¡Dios mío!”, habrá quien haya dicho o pensado en el auditorio. Si hoy reproduzco la respuesta que le di al apasionado, es porque de ella brotan no pocas referencias a circunstancias e ideas que entonces campeaban: “Cintio y Fina tienen grandes méritos”, le dije, “pero ahora son como árboles caídos, y no quiero ni parecer que intento hacer leña de ellos. A quien impugnaré será a un académico marxista, soviético, que ha falsificado a Martí, para convertirlo en materialista, en un texto que tú publicaste”.

Debo reconocer que, ante esa respuesta, el apasionado —seguiré llamándolo así a falta de otro calificativo más preciso y publicable— no insistió en su intento de manipulación, en cuyo éxito probablemente él confiaba de antemano, por mi militancia revolucionaria, y por mi juventud y mi menor preparación de entonces. También reconozco, de paso, que ese fue el origen de mi insistente polémica, en el texto aludido, con Óleg Ternovói, a quien no alcancé a ver en un viaje que hizo luego a Cuba, durante el cual, según un colega de confianza, en algún momento reconoció que las observaciones críticas hechas a su afán de ver a Martí como ateo y materialista eran acertadas. Nada más he vuelto a saber de ese estudioso, y no puedo emitir juicio alguno sobre sus pasos posteriores. Pero prefiero imaginarlo firme en lo bueno de las ideas por las que —según sigo creyendo— fue capaz de equivocarse honradamente. En lo que a mí respecta, para no dejar en el aire ninguna confusión, añado que continúo siendo ateo. Pero esa es otra historia.

Aquel manipulador que me invitó a sembrar cizaña entre Cintio Vitier y Fina García Marruz sigue en este mundo, y, dondequiera que se encuentre, le deseo una existencia larga y venturosa. Pero en este país no está, a diferencia de Vitier, quien murió en la patria. La honró a lo largo de su vida, y le fue especialmente útil y valioso al defender principios como los expresados en Ese sol del mundo moral, libro cuya publicación fue vetada durante años por criterios como los que intentaba representar aquel que buscaba cualquier oportunidad para zaherir a su autor.

Vitier no traicionó su religiosidad ni su patria. Ni podría ubicarse entre aquellos en quienes Martí estaría pensando cuando en su discurso Con todos, y para el bien de todos previó: “se nos echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con lo que no se puede suprimir,—y que se pondrán a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina”.

El hombre a quien hoy rendimos homenaje bregó resuelta y amorosamente para que la Revolución Cubana, que él abrazó por su significado para los pobres de la tierra, se fortaleciera en los valores raigales de la patria, e injertase en ella el mundo, sin perder de vista ni de comprensión cuál era, cuál es, su tronco. ¿Hubo en eso algo, o mucho, del sentido de la paciencia cristiana, de la capacidad de resistir para abonar en el camino las ideas abrazadas? Seguramente lo hubo, ya se diga de ese modo o de otro más apegado a sus creencias. Y tan seguro como eso es que, en armonía con su condición de cristiano, actuó de manera decisiva su profunda comprensión de Martí.

En un diálogo al que me referiré más adelante, Vitier reconoció que no podría hallar en nuestro Apóstol la idea de Cristo como hijo encarnado de Dios; pero sí la herencia cristiana en su indeleble significado ético. Martí, dicho sea de paso, no parece haber buscado su guía  en el cristianismo de forma doctrinaria: la nutrió con su conocimiento del mundo oriental, especialmente del hinduismo y el budismo, sin desconocer lo autóctono americano ni el afán renovador que halló en el ambiente español —con su vertiente krausista— que conoció en especial durante su primera deportación a España, ni el mejor pensamiento de disidentes de la otra América: en primer lugar, Ralph Waldo Emerson, a quien admiró profundamente.

El Martí que en uno de sus Cuadernos de apuntes afirmó que Dios había sobrevivido en él a sus antiguas creencias, mientras “la idea de la adoración ha pasado para no volver jamás”, es el mismo que líneas antes ha escrito con el fuego de la experiencia y la vocación propias: “Cristiano, pura y simplemente cristiano”; y añade inmediatamente: “Observancia rígida de la moral,—mejoramiento mío, ansia por el mejoramiento de todos, vida por el bien, mi sangre por la sangre de los demás;—he aquí la única religión, igual en todos los climas, igual en todas las sociedades, igual e innata en todos los corazones”.

Los frutos del diálogo mencionado se recogieron —como el texto que lo motivó— en el onceno Anuario del Centro de Estudios Martianos (1888). Una intervención mía en un foro del propio Centro, titulada, con palabras de Martí, “Contra los cegadores de la luz”, suscitó que días después Vitier me leyera, en privado, sus “Observaciones a una ponencia”, que escuché atentamente de principio a fin. Al terminar su lectura, nos levantamos, nos dimos un abrazo, él me entregó su texto y le anuncié que le respondería por escrito. Pocos días después le leí mis “Comentarios a unas Observaciones”, en los que, gracias a él, tuve ocasión de exponer criterios menos esquemáticos —por extensión y por lo que mis ideas podían tener de mi propio camino, por mi formación, y de reflejo contextual de un momento— que los defendidos en la ponencia del foro, y argumentar con mayor fundamento mis ideas. Al final de la lectura, nos pusimos de pie, nos abrazamos y le entregué mi respuesta. Ambos estuvimos alegremente de acuerdo con publicar el intercambio. En esos encuentros también estuvo presente Fina.

Si cuento la anécdota no es con el fin de responder a posibles especulaciones, que no valdría la pena tener en cuenta, sino para reiterar mi gratitud por algo que fue “para mí un modo de salir ga­nando”, como escribí en los “Comentarios”: “No porque mis argumentos puedan vencer los suyos, aun­que no faltará vez en que me gustaría conseguirlo, sino porque de ese diálogo el mayor beneficio me estará dado a mí, por ser, de los dos, a quien le queda más sendero por andar en sentido contrario a la ignorancia. El diálogo con personas como Cintio brinda siempre luz para ensanchar las ventanas de que disponemos para ver el mundo, y ventanas, ¿quién no lo sabe?, es una metáfora con la cual las personas decentes solemos denominar los que, por muy nobles que resulten, no pasan de ser nuestros respectivos sectarismos”.

Hubiera sido mucho más difícil disfrutar un intercambio fraterno como ese si, por inexperiencia, impreparación o lo que fuese, yo hubiera caído en la trampa de aquel apasionado. Pero, más allá de eso, Vitier no cocinaba rencores y resentimientos —que a veces hasta ganancias dan—, y dedicó en especial gran parte de sus años finales al empeño de que en la patria se afianzara y se profundizara la espiritualidad cultivada por sus mayores exponentes desde el siglo XIX, con Martí en el sitial más alto.

Cuando el país dio muestras de rectificaciones necesarias, Vitier, heredero de ese legado,  respondió al llamado que se le hizo a ocupar una plaza de diputado en la Asamblea Nacional. Se le pidió en nombre de la FEU de Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, comunistas a quienes siempre admiró y elogió sin reservas, incluso antes de 1959, cuando eso podía costar caro, no cuando resultaba fácil hacerlo.

Recordar a Vitier en Bayamo suscita apuntar que su labor de diputado la ejerció por un pedazo de esta tierra; pero eso no es lo fundamental, y se perdonará que así se diga, pues Bayamo y el conjunto de la provincia Granma, de la que es cabecera, se han distinguido por el aporte de sus hijos e hijas a la patria toda: por lo menos desde el levantamiento del 10 de octubre de 1868 en el ingenio Demajagua, y el estreno, diez días más tarde, en campaña, de la letra de La bayamesa, que devendría Himno Nacional.

Acaso lo más útil con respecto a la actitud de Vitier estribe en lo que pudiera apreciarse como fruto de su abrazo de las enseñanzas de Martí, no solo en general, como valores abstractos, sino frente a incomprensiones e injusticias que él, Vitier, sufrió en carne propia. Alguna vez lo oí citar con énfasis, para ver en esas palabras una proyección de Martí mismo, uno de los juicios de este acerca de Carlos Manuel de Céspedes: “Decía Céspedes, que era irascible y de genio tempestuoso:—‘Entre los sacrificios que me ha impuesto la Revolución el más doloroso para mí ha sido el sacrificio de mi carácter’. Esto es, dominó lo que nadie domina”.

¿No sentiría Vitier su propia experiencia reflejada de algún modo en esas palabras? De lo que no hay duda es de que las enseñanzas que buscó y halló en Martí, y el modo como las asumió al estudiarlo, conservan un valor que desborda lo personal y alcanza incluso generosa utilidad frente a las huellas que pueda haber en el mundo, y entre nosotros, de males propios de la colonia y la esclavitud, como el racismo.

Refiriéndose a dos relevantes pensadores de la liberación en el siglo XX —el martiniqueño Frantz Fanon y el tunecino Albert Memmi—, Vitier estableció, con respecto a nuestro héroe, un contraste que podrá discutirse, pero aporta una perspectiva de valor metodológico para pensar y, lo decisivo, para actuar. Martí fue capaz de “no devolver odio lúcido por odio ciego, no ser un resentido histórico, una irremediable víctima intelectual y emocional de la colonia”, y esa actitud le permitió “ser un pensador revolucionario de lo que se llamará el Tercer Mundo; y, sobre todo, eso tan raro, casi milagroso en la historia de las luchas políticas: un hombre libre, dentro de la esclavitud; por lo tanto, un auténtico libertador”.

Tal fue el saldo teórico y práctico señalado por Vitier en la obra de aquel que, después de su juvenil poema dramático Abdala, no volverá a blandir entre sus armas el odio, pero tampoco incurrió en lo que desaprobó al hablar de los terribles y aleccionadores sucesos del 27 de noviembre de 1871: “el olvido indecoroso de las ofensas”. Ya había expresado, refiriéndose a los mismos hechos, que no era propio de cubanos “vivir, como el chacal en la jaula, dándole vueltas al odio”.

Si tal fue la actitud de Martí contra la cruda y aberrante realidad colonial, ¿cuánto habrá significado ella para un digno estudioso de su vida y de su obra conscientemente ubicado en el seno mismo de las contradicciones propias de una obra emancipadora como la Revolución Cubana? Entre los méritos de esa obra estaba, está, nada menos que el haber sacado del país al imperio cuya expansión Martí había tratado de impedir, y el haber dado prueba, en los hechos, de la voluntad de ser fiel al ideario de su autor intelectual para fundar una República nueva, inalcanzable sin lo que el propio Apóstol señaló entre los fines cardinales del Partido Revolucionario Cubano: “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.

Los enemigos de la Revolución no le perdonaron ni le perdonarán a Vitier, ni él esperaba que le perdonaran, su labor revolucionaria, a la que se dio con las mejores armas que podía poner a disposición de la patria: pensamiento honrado y palabra sincera. Recordemos su afán, que no debe caer en el olvido, por dotar a la enseñanza cubana de una serie de textos fundamentales, como los Cuadernos martianos. No eran ni deben ser volúmenes para ocupar estantes de bibliotecas, sino fuentes de luz para contribuir a la formación de cubanos y cubanas mejores.

Hoy resulta común —y no se insinúa que sea por ello menos justo— rendirle homenaje a Vitier, recordarlo en momentos de gran importancia para la patria, acudir a su palabra y a su pensamiento entre las contribuciones valiosas para orientarnos hacia lo que él, en tributo a José de la Luz y Caballero, honró mucho más allá del título de uno de sus libros: Ese sol del mundo moral. Pero no siempre ni en todas partes ha sido ni es así, y no hay por qué suponer que lo será. En un foro en el que compartíamos una mesa de trabajo, Fina me comentó sobre la rabia enfermiza con que un resentido arremetía contra él por su labor patriótica, y, aprovechando que en ese momento el auditorio no nos oiría, le respondí algo que provocó la risa de ellos dos: “Es que Cintio llegó a ser un hijo diputado de la patria, y el resentido no llegó al do de diputado”.

Ahora también pudiéramos reírnos, pero la cosa es seria. En 2004, algún tiempo después de aquella anécdota, la Universidad de Puerto Rico —donde tanto bueno se ha hecho y se hará por el conocimiento y la cordialidad entre nuestros pueblos, fines a los que han coadyuvado hijos e hijas de esa tierra hermana— organizó uno de sus actos de homenaje a relevantes académicos. Ese en particular tuvo el mal tino de repartirlo, buscando tal vez un equilibrio inalcanzable, entre el patriota puertorriqueño José Ferrer Canales, evangelio vivo, eminente formador, y el catedrático Roberto González Echevarría, nacido en Cuba y con una destacada carrera profesional en los Estados Unidos.

Don Pepe, como sigue llamándose a Ferrer Canales en su país, todavía hoy reducido a colonia, ratificó en el homenaje su altura humana e intelectual, y, aunque no fue el tema de su discurso, sabemos la admiración que sentía por intelectuales cubanos como Vitier. En su turno, González Echevarría hizo todo lo posible por menospreciar la producción literaria cubana leal a la Revolución: entre otras cosas, anunció que estaba perdiendo su entusiasmo por una obra que había estudiado, la de Alejo Carpentier —lo dijo al calor de su afán por privilegiar reales o presuntos opositores de fuera y de dentro—, y también apuntó que se hablaba mucho de Cintio Vitier, en cuya producción él no hallaba “una página” perdurable.

La intervención del académico cubano-estadounidense fue en sesión “magistral”: no admitía debate. En la comisión correspondiente, más que a la ponencia que llevaba para elogiar merecidamente al maestro Ferrer Canales, dediqué mi turno a refutar el malabarismo verbal del catedrático nacido en Cuba y formado para los Estados Unidos, y cuyo desplante no era un hecho aislado de otras maniobras. Los textos dedicados a Ferrer Canales integraron luego el número (44-45, abril-septiembre de 2007) que La Torre. Revista de la Universidad de Puerto Rico dedicó al maestro, muerto en 2005. Mi ponencia lleva al pie de la primera página una nota donde resumí lo dicho en respuesta a González Echevarría.

Por la puntilla bibliográfica he estado al borde de olvidar que en marzo de este año el césar de turno, Barack Obama, le entregó a ese catedrático la Medalla Nacional (estadounidense) de las Humanidades. El profesor español Luis Martín-Cabrera, que fue alumno del condecorado —lo padeció, pues, y lo conoce— abunda en sólidos elementos de juicio para caracterizarlo integralmente. Apuntemos no más las preguntas que se hace en el artículo publicado en Rebelión a propósito del homenaje de Obama al académico: “¿Qué interés puede tener el presidente Obama en premiar a un crítico literario latinoamericano ahora que muchas universidades cierran o retiran los fondos de sus programas de estudios latinoamericanos? ¿Qué interés puede tener la literatura latinoamericana o el Siglo de Oro español o las polémicas entre latinoamericanistas para una nación que lo ignora casi todo sobre sus vecinos del sur y sobre los cuarenta millones de latinos y latinas que viven al norte del Río Grande?” Martín-Cabrera ofrece no pocas respuestas de peso.

Hace apenas unos días, la muerte en los Estados Unidos de alguien que logró hallazgos documentales útiles para el conocimiento de Martí, fue utilizada por medios de aquella nación, en especial de Miami, para devaluar los estudios martianos hechos en Cuba. No hay que menguar ahora en modo alguno a quien no halló otra salida a sus respetables angustias personales que poner fin a su vida. Tampoco hace falta semejante indelicadeza para refutar la afirmación según la cual desde Félix Lizaso —que hizo aportes valiosos, como el acarreo de Archivo José Martí, y cuya vapuleada biografía Martí, místico del deber he defendido en otros textos— hasta Carlos Ripoll, ante cuyo suicidio debemos mantener respetuoso silencio, no hubo nada más que valiera la pena en las indagaciones martianas. Sirva semejante juicio, que no resiste el menor análisis, como señal del oscurantismo de fuerzas de derecha afanadas en desconocer todo aquello que no dé brasas a su cocina de falsificaciones. De tal oscurantismo, a veces vestido de academia, valdrá siempre la pena, o la alegría, estar lejos.

Tampoco es justo dedicar mucho espacio a refutar hechos dolosos cuando falta el tiempo para rendir a Vitier el homenaje merecido. No podrá esta intervención adentrarse, por ejemplo, en algunos de los textos donde él hizo explícita la base conceptual de su empeño. Es obvio que entre ellos corresponde un lugar relevante a “Martí en la hora actual de Cuba” y “Hacia un marxismo martiano”. Ambos requieren un tratamiento particular y a fondo, y es de esperar que, como otras muchas páginas suyas, sean objeto de atención en ponencias de la noble cita bayamesa, o en otras. Son textos que reclaman interpretación honrada y profunda. Ambos plasman, enriquecida en el camino de la transformación revolucionaria del país, y de la evolución del propio Vitier, la imagen de futuridad con que él desde sus primeros estudios asoció la inagotable permanencia de Martí.

En su ensayo “Martí futuro” (1964) pudo verse —mezclo aquí recuerdos de lecturas y de conversaciones— la religiosidad y el idealismo filosófico del autor. Casi desde el inicio de ese texto el autor reconoce que el héroe tuvo “un menester histórico muy concreto que realizar” y, “todos lo sabemos”, “lo realizó” cabalmente. Pero pone su énfasis en que “el hombre al que [Martí] habla y del que habla es un hombre nuevo, futuro, ecuménico, armonioso por el equilibrio de los contrarios, afincado en la tierra y en el hambre de eternidad”. Para el ahondador intérprete, el revolucionario caído en Dos Ríos demanda una comprensión singular: “Lo justo, lo difícil, es comprender que Martí fue un ser fronterizo entre lo natural y lo sobrenatural, entre lo histórico y lo trascendente, y que fue una de sus misiones representar valores sagrados dentro del mundo, sin salirse nunca de sus límites”.

Está claro, y es natural, que en su representación de Martí laten sus propias creencias, su propia concepción del mundo. ¿Cuáles otras podrían ser? No sería pertinente ignorar los contrapuntos —increpantes a veces, si se quiere— que Vitier establecía con el entorno cubano en aquellos inicios de una Revolución que se había proclamado socialista. En términos de justicia política y social, eso complacía al buen cristiano, no necesariamente en cuanto a la dimensión filosófica asociada a un modelo que —en circunstancias explicadas posteriormente en textos como el libro Fidel y la religión. Conversaciones con Frei Betto abogó, más que por una orientación laica, por perspectivas ateas o de signo ateocrático incluso.

Una lectura atenta del ensayo de Vitier mostraría cuánto hay en esas páginas de diálogo con el entorno de esos años, más que afán de desarraigar a Martí de su tiempo, de sus circunstancias. Pero desde las suyas el autor de “Martí futuro” reaccionó contra tendencias como la de creer que todos los seres humanos podían unir —como el poeta que fundó el Partido Revolucionario Cubano y organizó una guerra liberadora— las dimensiones del pensamiento creativo en el terreno literario (o artístico en general) y la acción política. A la vez, y como base de su perspectiva y de su personal identificación con Martí, apuntaba: “lo primero que tenemos que hacer, como un deber sagrado de cubanos y de americanos, es empaparnos de las esencias enérgicas, agónicas y cordiales de su palabra, que no nos llega como letra, sino como verbo transfigurador, que no nos trae la estructura fija de una ideología sino los caminos sufrientes y jubilosos de una salvación individual y colectiva”.

Quede para otro momento el análisis de esos juicios, a los que tal vez el término ideología llegó como sinónimo de dogmatismo político: como parece universal la tendencia a arrimar la brasa a la sardina propia, no digamos dogma, algo que recorre diferentes esferas y posiciones. Pero del peligro de desarraigar a Martí se libró Vitier por el braceo incesante en lecciones con las cuales podría orientarse y definirse a sí mismo. Soy testigo de su entusiasmo ante la calificación de prosocialista aplicada a Martí con las miras puestas en un socialismo pleno y emancipador como el que aún no se ha logrado en la faz de la tierra.

En “Hacia un marxismo martiano”, Vitier propone un abrazo de síntesis fundacional allí donde miradas tópicas —no hablemos de las mal intencionadas— podrían no ver más que una especie de oxímoron ideológico. Por encima de diferencias que los contextos y las características personales marcarían inevitablemente, tenía en cuenta los caminos por donde el ansia de hacer bien a los más débiles, a los pobres de la tierra, haría que coincidiesen ideas que hoy asociamos por justicia a nombres de personas que las encarnaron: Marx, Martí. Son, “con este nombre o aquel”, aspiraciones que a la humanidad le urge defender para salvarse.

No saldrá sobrando recordar que el acercamiento de Vitier al marxismo crecía mientras para algunos, en distintos lares, “pasaba de moda”. Quien tuvo por base de su pensamiento y de su conducta el cristianismo, que en más de veinte siglos no ha logrado el triunfo que merece, no se paralizaría porque un programa revolucionario como el marxista haya venido sufriendo crisis, reveses, lecturas insuficientes y traiciones en menos de dos centurias. En esa historia —en la que el capitalismo ha fracasado y la humanidad necesita construir la justicia social para salvarse— el original Martí viene “del sol y al sol” va, y sigue uniendo y movilizando fuerzas. Vitier estuvo, o está, entre ellas.

Hombre de pensamiento enriquecido por el estudio de la filosofía —una vocación que pudo venirle de su padre y halló en él un camino propio asociado a la revelación poética—, Vitier se adentró con seriedad en textos de Marx. Le interesaba apreciar aquellas coincidencias y, también, refutar ciertas falsificaciones de las que el pensamiento de Martí fue objeto. Una de ellas pretendió convertirlo en defensor de la Comuna de París, acontecimiento que, por razones en las que no viene al caso detenerse ahora, pudo resultarle distante al patriota cubano, jovencísimo a la sazón. Pero lo más relevante para el tema que nos ocupa es que, mientras el falsificador a quien Vitier refutó se encuentra hace años en los Estados Unidos haciendo el juego a las fuerzas contrarias a Martí y al movimiento obrero internacional, cuyo reverdecimiento le urge al mundo, Vitier fue cada vez más consciente de cuál era el camino por donde practicar la lealtad al Apóstol.

Si el propio Lenin dijo alguna vez, con estas o parecidas palabras, que prefería tener el apoyo de un idealista inteligente antes que el de varios materialistas torpes, en el caso de Vitier habría que añadir a la inteligencia la honradez, y la capacidad para afincarse en la tradición histórica y cultural a la que pertenecía. Por lo demás, su punto de partida no era el materialismo —no al menos en su versión dialéctica, tal vez la que más superficial y mecánicamente ha sido a veces asumida—, sino la religiosidad, pero una religiosidad que favorecía en él un acercamiento sin retroceso al materialismo histórico, y una apertura de pensamiento más productiva que las chaturas positivistas. Agréguese que tuvo un pensamiento de alcance dialéctico, por su capacidad para interrelacionar los elementos que estudiaba.

Para volver a Martí, y citar, en un camino que permanece dentro del tema tratado, a un autor respetable, recordemos algunas palabras de Carlos Rafael Rodríguez en un memorable discurso de 1972. En ese texto tuvo el acierto de llamar a Martí contemporáneo y compañero, lo que revela mayor comprensión de su vigencia que el modo como lo había calificado en un artículo de 1953: guía de su tiempo y anticipador del nuestro. Pero en aquel discurso, que en su momento contribuyó a poner no pocas cosas en su lugar, emitió un juicio que entonces y en años posteriores, cuando podía tomarse como desaprobación —aunque no fuera el propósito del orador—, se citó quizás más que aciertos mayores suyos. Helo aquí: “José Martí fue, dentro de los pensadores descollantes de nuestro siglo XIX, el que desde el punto de vista filosófico tuvo posiciones idealistas más definidas. Martí dio la posición de avanzada en todo, menos en filosofía”.

Cabría suponer que el político de Letra con filo se inclinaba a preferir el materialismo de otras figuras de nuestra historia. Pero, para poner un ejemplo concreto, el materialismo positivista de autores como Enrique José Varona —pensador con suerte si los ha habido— daba pie para explicar la expansión del imperialismo a la luz de la sociología, y verla desde una especie de resignación que de alguna manera llegó a herederos de Varona, como el propio Medardo Vitier. Martí, por su parte, nos legó un rumbo de más perdurable utilidad.

Parte sustancial de su legado estuvo en el afán de frenar a tiempo la expansión que Varona explicaría cuando ya estaba ocurriendo. Varona podía mirar al país desde su belvedere. El fundador del Partido Revolucionario Cubano pensaba y actuaba con la vida a la cintura, al pecho, en causa común con “la masa hábil y conmovedora del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y negros”. Esa era la que desdeñaban los “prohombres” dispuestos a someterse, en busca de premios por sus “oficios de celestinos”, a la potencia imperialista emergente, como antes soportaron la dominación de la potencia colonial venida a menos. Lo cierto es que el marxismo no entró en Cuba por la sociología positivista de Varona, sino por el pensamiento y el ejemplo de Martí.

Hoy —otro dato que no debemos pasar por alto— hay quienes se proclaman defensores de la razón instrumental, e intentan convertir en símbolo de ella a un Varona que, reanimado, revitalizado en su ancianidad por jóvenes revolucionarios que lo alzaron como estandarte de conducta, no cabe en esa etiqueta. Y, al tiempo que procuran ganar para su bando a Varona, rechazan la razón moral que Martí encarnó, y que no cabe en pragmatismo alguno, ni de derecha ni de izquierda, en caso de que, si se trata de ideas filosóficas, no del uso que suele darse a ese vocablo en el lenguaje cotidiano, pueda haber un pragmatismo que sea de izquierda verdaderamente. Otra cosa es el sentido práctico necesario para defender las ideas y los sueños de liberación y justicia.

Vitier supo interpretar con grande y buena productividad la guía que Martí le trasmitió a Fermín Valdés Domínguez en una carta de mayo de 1894. En ella señaló peligros que, “como tantas otras”, tenía “la idea socialista”: en particular el del oportunismo y el de “las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”. Pero no vaciló en ponerse del lado de quienes, sin desorientarse “por esta o aquella verruga” que le pusiera al afán justiciero “la pasión humana”, buscaban “sinceramente, con este nombre o aquel, un poco más de cordialidad, y de equilibrio indispensable, en la administración de las cosas de este mundo”.

Ese legado puso a Vitier en condiciones de alimentar como una brasa más —no menos— la luz de la transformación revolucionaria de la patria, y de su indispensable crecimiento espiritual, en este mundo. No permitamos que ninguna lectura infeliz, ningún acto de oportunismo, ningún exceso —ni el de pasiones legítimas— vuelva a poner en peligro una obra de unidad patriótica que está en la raíz de la admiración que Cuba ha ganado en el mundo, y de avances que se extienden a otros pueblos con la lumbre del ALBA y son verdaderamente humanitarios.

Dentro de esos avances figuran afanes que los medios imperantes ocultan, como la Operación Milagro. En un texto que acaba de publicarse en el número 264 de Casa de las Américas, un gran amigo de nuestro país, un hermano de veras, el jamaicano Keith Ellis, recordó haberle “oído a un viejo antillano, beneficiario de ese programa, salvado gratuitamente de la ceguera, y no acostumbrado a esta clase de atención amistosa, preguntar con agradecimiento: ‘¿Por qué nos quieren tanto?’ Y en Jamaica, cuando celebraron en 2006 el primer aniversario del programa Operación Milagro, algunos de los tres mil beneficiarios, humildes y religiosos, se reunieron en Kingston y, después de cantar himnos y rezar, terminaron cantando estas palabras: ‘After God, Cuba’ [Después de Dios, Cuba]”

No es fortuito ni banal que “Martí futuro”, afincado en la trascendencia ética del héroe, sobresalga claramente, en lo que el “idealista” Vitier revalida, de sus textos anteriores, en Vida y obra del Apóstol José Martí. A ese volumen, publicado en 2004 y reeditado en 2010, fecha y contenido le otorgan carácter de summa exegética, y su capítulo XII y último, “El legado martiano”, termina con las palabras finales del ensayo de 1964: “Entre los profetas de los nuevos tiempos, de ese porvenir sintetizador de las facultades y necesidades humanas, ninguno encarna como José Martí el ejemplo del hombre futuro. Ninguno como él regó con su sangre la tierra verdadera del hombre: del hombre completo, carnal y espiritual, profano y sagrado, temporal y eterno. Del hombre íntegro que es, en la historia, nuestra única esperanza”.

Querido Cintio, estas notas son las que debí haberte enviado desde Madrid, no la carta en que te contaba sobre ardides tejidos por un canalla para sembrar divisiones entre nosotros. Aquella carta te la remití por correo electrónico con la ayuda de la Oficina del Programa Martiano y la eficiente Graciela Rodríguez, Chela, y tuvo una respuesta con la que no contaba, la única que no hubiera querido recibir: “Cintio ha muerto”. Ahora, si es verdad que existe la sobrevida en que tú creías, o crees, y con la que yo no cuento, recíbelas como testimonio de cariño, con la misma sonrisa con que en algunos momentos Fina y tú me decían que rezaban por mí, y yo les daba las gracias, sabiendo los tres cómo pensábamos. Hoy sigo agradeciendo a los dos el afecto mutuo y, sobre todo, lo que han dado a la patria. Pero esa es la gratitud propia de un pueblo, la que merece alguien que no pertenece solamente al reino de la sabiduría, sino que brilla también en el sol del mundo moral.

 Luis Toledo Sande

* Conferencia inaugural del Foro de Literatura dedicado a Cintio Vitier los días 17 y 18 de octubre de este año en la Biblioteca Provincial 1868, de Bayamo, como parte de la 17ª Fiesta de la Cubanía, celebración, en aquella ciudad, de la Jornada por el Día de la Cultura Cubana.

Publicada (en dos partes) en Cubarte. El Portal de la Cultura Cubana:

http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/cintio-vitier-en-el-sol-del-mundo-moral-i*/20511.html

http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/cintio-vitier-en-el-sol-del-mundo-moral-ii-final*/20553.html